Más de veinte periodistas han sido asesinados durante la gestión de Vladimir Putin en Rusia. Las investigaciones del caso, que avanzan en la opacidad, no están arrojando suficiente luz acerca de quienes pudieron haber sido, en cada caso, los responsables de esas muertes, ni cuales las razones concretas de lo sucedido. Pero que atentan contra la libertad de expresión, hay pocas dudas.
En paralelo, la administración del presidente norteamericano, Donald Trump, acaba de revocarle sorpresivamente al corresponsal de CNN ante la Casa Blanca, Jim Acosta, la credencial requerida para poder desempeñar sus tareas profesionales ante la presidencia norteamericana.Para luego, recapacitando, devolvérsela.
La razón para ello esgrimida es una supuesta actitud de “belicosidad” y “falta de respeto” a la institución por parte del mencionado buen periodista, en algunos cruces ríspidos con el presidente durante sus conferencias de prensa más recientes. Pero, para evitar discutir en detalle esa pretendida razón, en cambio se lo acusó desaprensivamente de “manosear” a una colega que trabaja también cubriendo lo que sucede en la Casa Blanca. Una barbaridad.
Tres mujeres de color que son, asimismo, corresponsales de prensa que cubren lo que sucede en la presidencia de los EEUU fueron también blanco de duras acusaciones parecidas.
Todo esto es realmente patológico,y hasta extraño, en un país que está acostumbrado a respetar, casi religiosamente, a la libertad de prensa. Por tanto, luce anormal y sorpresivo. Pero está ocurriendo. Y no es para aplaudir, por cierto, sino para preocupar.
Ante lo que sucede, los medios norteamericanos y europeos han comenzado a denunciar lo que definen genéricamente como “ataques” a la libertad de prensa. Es posible que, interpretados fuera de contexto, algunos hechos luzcan de esta manera.
Pero en los Estados Unidos ellos no parecen derivar de una política destinada específicamente a coartar la libertad de expresión. Lucen, más bien, como la consecuencia, casi inevitable, de la personalidad del presidente Donald Trump, proclive a frases duras, provocadoras, pero no necesariamente dirigidas a restringir la libertad de opinión. Pueden ser, entonces, resultado de una personalidad absolutamente inusual, particularmente en un presidente de los Estados Unidos.
Pero, por sus dañinos efectos, debe advertirse que, en algunos casos, esas frases y opiniones tajantes podrían tener un efecto parecido al de una suerte de condenable censura previa. De allí que sería bueno que, desde el Poder Ejecutivo de los Estados Unidos, se haga un esfuerzo para, por lo menos tratar de moderar las consecuencias de los mensajes ásperos. No es fácil, obviamente. Pero es, ciertamente, posible. Y hasta probable.
(*) Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
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