Michelle Bachelet, que fuera dos veces presidente de Chile, es -desde septiembre de 2018- la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Ella milita activamente en el socialismo desde su juventud, cuando estudiara medicina en la Universidad de Chile. Hija de un general democrático de la Fuerza Aérea de Chile, Michelle fue detenida y torturada junto a su madre por agentes del gobierno militar de su país, en 1975. Fue maltratada inhumanamente por su coraje en la defensa de la democracia y la de sus valores subyacentes. Fue, recordemos, dos veces presidente de Chile, luego de haberse desempeñado como ministro de defensa.
Hoy ella tiene entre sus obligaciones principales la de proteger la vigencia de los derechos humanos y de las libertades individuales en la actual Venezuela -socialista y despótica- presidida por Nicolás Maduro. Venezuela –cabe destacar- es conducida férreamente desde La Habana, cuya administración comunista vive ahora descaradamente de los recursos del tesoro venezolano. De los demás, entonces. Lo que no siempre se advierte.
Como Comisionada de las Naciones Unidas que es, Michelle Bachelet debe entonces trabajar activamente en el triste caso venezolano, respecto de lo que ha sido objeto de críticas. En primer lugar, porque demoró inexplicablemente la visita a ese país. En segundo lugar, porque fue –según algunos- demasiado condescendiente con el régimen de Maduro, que hoy da de comer a Cuba. Mientras mantiene encarcelados a miles de prisioneros políticos y persigue y tortura implacablemente a la oposición. Sus coincidencias en materia de creencias políticas parecen haberla empujado a no ser todo lo rápida y rigurosa con el desgraciado usurpador venezolano, Nicolás Maduro, que la profunda crisis venezolana amerita. Ella contiene nada menos que una ola de violaciones –constante, generalizada y sistemática- de los derechos humanos de los venezolanos. Y miles de casos de tortura, ya documentados.
El contenido del informe sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela preparado por las Naciones Unidas es, francamente, terrible. Sostiene que en Venezuela la administración de Nicolás Maduro realiza “ejecuciones extrajudiciales”, falseando los hechos al sostener que las ejecuciones resultaron inevitables por la presunta resistencia de las víctimas. Hablamos de unos 6.800 perversos casos. A lo que agrega que el gobierno de Nicolás Maduro recurre a sembrar el miedo para mantener su control social, concluyendo: “hay razones para creer que en Venezuela se han cometido violaciones de los derechos económicos y sociales, incluyendo los que tienen que ver con la alimentación y la salud”. Para terminar advirtiendo que los detenidos en Venezuela son sometidos “a una o más de una forma de tortura y a un trato cruel, inhumano o degradante, o son castigados mediante shocks eléctricos, sofocaciones con bolsas de plástico, golpizas, violencia sexual, falta de agua y alimentos, posiciones debilitantes y exposición a temperaturas extremas”. Que en América Latina suceda lo antedicho es absolutamente inaceptable. Nicolás Maduro es el responsable y, por ello, debe ser señalado, sancionado y aislado, cuanto menos. Y en su momento, sujeto a la justicia penal internacional, por sus abominables delitos y fechorías.
Por todo ello, más de cuatro millones de venezolanos, preocupados por sus libertades fundamentales, decidieron ya salir de su país y expatriarse. Esa es una tragedia social inocultable y de enormes proporciones. Contra la que, por lo menos, cabe una resonante e indisimulada denuncia, sumamente dura, sin que las ideologías personales la atemperen, en modo alguno. Lo que sucede en la tragedia de Venezuela es, por cierto, mucho más que una mera “reducción del espacio democrático”. Es un infierno en la tierra.
La difícil tarea de Bachelet respecto de Venezuela ha generado que, de pronto, desde las redes sociales se hayan alzado muchas voces que piden su renuncia al alto cargo de las Naciones Unidas que mantiene y que califican severamente a su gestión, calificándola de patética, indigna y cobarde. No es poco.
La gestión de Bachelet, además, puede estar influenciada y hasta torcida por su ideología socialista y su apego al consiguiente sistema político y económico que, en esencia, Michelle Bachelet y Nicolás Maduro, con sus más y con sus menos, comparten como su predilecto.
La gran lección de lo que sucede cuando se ha alzado una ola de críticas contra Michelle Bachelet, a mi modo de ver las cosas, es que en el ámbito de las Naciones Unidas no debieran hacerse nombramientos en altos puestos, como el que precisamente ocupa hoy Michelle Bachelet, que recaigan en personas de una alta coloración política, porque con frecuencia ellas no pueden, como debieran, desprenderse de esa coloración en el desempeño de sus funciones y competencias. Están teñidas íntegramente por ella.
Tan sólo una semana después que Michelle Bachelet suscribiera su informe sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela, un joven capitán de corbeta de la armada venezolana, Rafael Acosta, fue torturado hasta la muerte por los esbirros de Nicolás Maduro. Con signos visibles de tortura compareció ante un tribunal mendaz, afín a Maduro, en silla de ruedas. Sólo pudo decir: “Ayúdenme”, para colapsar poco después, muriendo instantáneamente. Michelle Bachelet debiera presentar un complemento a su informe, detallando la muerte del joven oficial de la marina venezolana. Uno más de los cientos de prisioneros de conciencia que el régimen que encabeza Nicolás Maduro, con el asesoramiento inmediato de Cuba, castiga arbitrariamente hasta la muerte.
Para terminar, pese a las críticas, el Informe sobre Venezuela de las Naciones Unidas señala, con razón, que “el destino de 30 millones de venezolanos depende de la posibilidad de poner los derechos humanos por delante de cualquier ambición ideológica o política”. Es así. Y lo cierto es que Bachelet lo ha suscripto sin reservas, lo que debe ser reconocido, más allá de las críticas.
(*) Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
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