La Iglesia Católica está empeñada en tratar de facilitar el diálogo entre la patológica administración de Nicolás Maduro y la oposición venezolana unificada. Hasta ahora, con buena voluntad, pero muy poco éxito.
Tan es así, que la última reunión de trabajo entre las dos partes no se produjo. Porque la oposición adujo, con razón, que el gobierno venezolano no había cumplido con sus compromisos y que entonces no tiene sentido seguir en una mesa de negociaciones donde sólo una de las partes actúa de buena fe. Y la otra sólo dilata todo. Eso es efectivamente así.
Ante lo que sucede, que sólo sorprende a quienes creyeron -equivocadamente- que la administración de Nicolás Maduro habría alguna vez de cumplir con lo que acordara, el Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Papa Francisco, esto es su Canciller, envió una carta a las partes en la que, entre otras cosas, dice: “Con dolor y preocupación debo resaltar que cuanto ha sucedido hasta ahora no me parece alentador”. No lo es, ciertamente. Pero esto era previsible.
Porque existe –a poco de comenzar las negociaciones- lo que el Cardenal llama “un inquietante retraso” en la adopción de las medidas necesarias para concretar los acuerdos alcanzados. Y porque, fuera de la mesa de negociaciones, hay conductas que no favorecen precisamente a los entendimientos. Por todo lo cual, el Cardenal señala que es tiempo de dar “un sustancial paso adelante” en el proceso de diálogo nacional venezolano. Para que el esfuerzo no se diluya. A lo que cabe agregar aquello de que “soñar no cuesta nada”. Pero en este tipo de situaciones soñar no es, para nada, una actitud útil.
El Cardenal Parolin además puntualiza con meridiana claridad cuáles son, específicamente, los incumplimientos graves de la administración de Nicolás Maduro.
Son cuatro. Todos y cada uno de ellos de una enorme importancia. Primero, tomar aquellas medidas que sean necesarias para aliviar la crisis alimentaria y de abastecimiento de medicamentos que sufren estoicamente todos los venezolanos. Nada se ha hecho, en serio, en ese sentido. Segundo, fijar el calendario electoral que permita a los venezolanos decidir por ellos mismos, en las urnas, cuál es el destino que quieren para su Patria. Sin demoras. Maduro no está dispuesto a dar absolutamente ningún paso en esa dirección. Ninguno. Nunca lo estuvo. Tercero, restituir integralmente a la Asamblea Nacional el rol previsto para ella por la Constitución de Venezuela, que Nicolás Maduro ha desnaturalizado perversamente con la complicidad -grotesca y descarada- de los más altos tribunales judiciales de Venezuela, que ciertamente no son independientes, sino meros instrumentos del propio Maduro, al que le están vergonzosamente sumisos, lo que supone que su lealtad es hacia él y no hacia Venezuela. Y, cuarto, que se libere a todos los presos políticos, algo que Maduro seguramente jamás pensó hacer. Sin presos políticos, su política intimidatoria perdería fuerza.
Lo del Cardenal Parolin suena de algún modo a advertencia. No sin un dejo de clara angustia. Porque advierte, tardíamente, cuanta fantasía e irracionalidad había en la actitud de creer en la palabra de Nicolás Maduro.
Por todo esto, otra vez se cierne una tormenta sobre Venezuela. Y Nicolás Maduro lo sabe bien. Tiene asimismo claro que ha engañado a todos. Y de alguna manera estafado a los dirigentes de la oposición, a quienes indujo a comenzar un diálogo que nunca jamás tuvo –de su parte- el componente de buena fe indispensable para llegar a acuerdos que resuelvan la crisis venezolana. Nunca.
Como respuesta a la oportuna carta del Vaticano, el secuaz más prominente de Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, calificó groseramente al Cardenal Parolin de: “irresponsable”. Agregando, sin el más mínimo respeto y desde la soberbia, una advertencia dirigida al propio Cardenal, señalando: “Creen que desde el Vaticano van a tutelar a Venezuela. Ud. está equivocado”.
En paralelo, el enviado especial del Vaticano para la crisis venezolana, Monseñor Claudio María Celli, sentenció: “un diálogo sin resultados, es un diálogo inútil”. Lo que, naturalmente, es algo obvio. Acusando además, arteramente, al Cardenal y al Vaticano de “inmiscuirse” en los “asuntos internos” de Venezuela (para lo que ciertamente fueron llamados), Cabello dijo con tono de provocador: “No nos metemos con los padres acusados de pedofilia, son Uds. los que tienen que arreglar eso”. Un encanto, el poco cortés Diosdado Cabello.
El objetivo de Maduro –está claro- era sólo ganar tiempo y desactivar una enorme protesta que se le venía encima. Jamás fue ceder un palmo en nada.
Cree que él es Venezuela. Y no lo es. Su problema es que su propio pueblo lo ha descubierto, luego de ser engañado y sumergido en un pantano de escasez de todo, con el que Nicolás Maduro ha hecho añicos al que alguna vez fuera un nivel de vida bastante aceptable y hoy apenas es un “vía crucis” constante.
Venezuela está caminando hacia una nueva crisis y, cuidado, hay un solo responsable de lo que vendrá: el gobierno de Nicolás Maduro y sus colaboradores, aliados y secuaces. Que hasta engañaron al propio Papa Francisco y a sus prelados que, en rigor, al aceptar participar en el intento de diálogo venezolano se aferraron a una utopía atractiva, pero imposible y ahora, cuando es irremisiblemente tarde, comienzan a despertar a lo que es simplemente la realidad. La del fracaso. Dura, como pocas.
Emilio J. Cárdenas
Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas
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